Se
mira en el espejo mientras da vueltas, ese vestido le quedaba perfecto, lo
justo como para poner a un hombre a sus pies.
Eso
era lo que quería.
Una
sonrisa se cruza en su rostro mientras repasa su plan de conquista. Esta vez lo
lograría.
Su
vestido escotado y ajustado rojo ayudaría a conseguirlo, pues como dicen hay
que usar nuestras propias armas ¿no?
Llaman
a su pequeño móvil. Se sienta en la cama a la vez que descuelga la llamada sin
mirar quien era.
-¿Sí?-pregunta
feliz, ¿por qué no estarlo si la caza iba a ser un éxito seguro?
-¿Dy?-pregunta
una voz temblorosa y femenina. Seguía teniendo la misma voz que hace tanto
tiempo, cuando aún se veían. Pero aunque no la tuviera sabría quien era por
aquel apodo que odiaba desde lo más profundo de su ser.
-
¿Elena? ¿Eres tú?- responde cortante como el frío hielo, no quería hablarle a
ella. No al menos sin verse la cara.
-Dy…
¡Oh, Dy! ¿Nunca me volverás a llamar mamá?- le pide suplicante la voz de su
madre. Medio llorando por nervios y de tristeza por no volver a oír la risa ni
tener el cariño de su hija, de su único sustento para seguir teniendo
esperanza.
Diana
en cambio la repudiaba. Por no haber hecho nada. Por haber huido, como la
cobarde que es, cuando la necesitaba. Por haberla abandonado como a una muñeca
sucia y rota. Sólo le agradecía que la hubiese hecho más fuerte. Desde entonces
supo que nada es para siempre, que todo se acaba. Hasta el amor que parece como
el primer día.
Por
ello había dejado a Gabriel, porque temía que le hiciese daño, y antes que eso
prefería causarlo, pues no quería volverse débil como su predecesora.
Aún
recuerda su historia.
Cuando
ella tenía seis primaveras, Elena se quedó viuda, ante la impotencia de perder
lo que más amaba en un accidente, y verse en paro con una hija que sustentar la
atemorizó. Dejando a la niña con su abuela materna, salió de aquella ciudad con
olor a muerte y a mala suerte.
Para
Diana su madre fue lo que la condujo a un camino de espinas, nunca creyó en
nadie, todo el mundo escondía algo. Que todo lo que la rodeaba era efímero.
Aprendió
a que ni siquiera un sentimiento podía sobrevivir en un mundo tan cruento como
aquel.
Su
madre la llamaba de vez en cuando, no recuerda cuando fue la última vez que la
oyó decir mamá con su voz cantarina. Se le partía el alma cuando pensaba que
nunca lo volvería a oír, al menos en esta vida.
-Dy…
-quiere preguntárselo, decírselo sin rodeos.
-Bueno
he quedado. Así que adiós.
Tu-Tut.
El sonido mecánico del teléfono la acompaña. Su petición queda suelta en el
aire delante del interfono.
Diana
camina, segura. Se pone los cascos. Reproducción aleatoria, canciones que
llegan como al abrir una bolsa sorpresa, sin esperarlas. Llega a una.
Está
cansada de aquella canción, teclea en el móvil hasta pulsar en eliminar. Una
menos. Una canción menos en su larga lista de música.
Llega
a aquel edificio tan familiar para ella. Había pasado tantas noches allí, sus
mejillas se enrojecen. ¡Qué tonta había sido! Sólo se había ido para olvidarle,
pero le quería tanto que nunca pudo olvidarle. Se dio cuenta de que un clavo
puede sacar a otro clavo, pero un amor no puede reemplazar a otro.
Pulsa
aquel timbre que tantas veces había pulsado. Pero a diferencia de tantas otras
veces no responde ninguna voz, sonríe con añoranza, parece que el destino no
quieren que se crucen.
Sólo
le quedaba una última oportunidad, sólo una antes de resignarse y perderle para
siempre. Necesitaba encontrarle y mantener una conversación con él, a solas.
Maldice al destino, y a la vez le pide un deseo, mientras una lágrima cae
silenciosa por su mejilla.
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